9/12/12

Escupiendo sentimientos.

El desamor escuece. Conozco a una chica de diecinueve años que se pasó el fin de semana esperando a que él la llamara y él, no llamo nunca. La vi el lunes faciturna y furibunda, aplastada por la gravedad de la vida: es notable lo que aumenta el peso de la existencia cuando el desamor te ha hincado el diente. Si tu amado no te ama ( si tu amada te ignora ), si se busca en otros lo que ya tienes en tu relación, el futuro te parece gris como una tarde de tormenta. Días interminables, meses aburridísimos, una vida sin enjundia y sin sentido. Porque el amor es una droga y todo drogadicto cree que no puede sobrevivir sin la sustancia de la que está enganchado. Por eso a mi amiga se le había apagado el mundo aquel viernes funesto: nada existe, nada palpita, nada brilla si no te miran los ojos que tú quieres que te miren de la manera en que quieres ser mirado.
El desamor abrasa. Sobre todo al principio, sobre todo si tienes diecinueve años. Porque entonces te llegas a creer que tus pasiones son auténticas fuerzas de la naturaleza, tan ajenas a tu voluntad,  inmensas e inmutables como los oscuros planetas que cruzan con lentitud el arco del cielo. Y así, cuando eres joven, crees que tu amado o tu amada son irreemplazables. Que no hay otro ser en el mundo tan maravilloso ni tan atractivo. Que nunca podrás amar a nadie nuevamente de ese modo. 
Luego pasan los años, las parejas, los enamoramientos fulminantes, los desencantos. Se te va poblando la memoria de pasiones apagadas y aprendes a relativizar tus sentimientos: sabes, por ejemplo, que el amor que estás perdiendo no es el único, y que tal vez ni siquiera es amor. Pero, aún y así, el desamor escuece: el dolor está en su naturaleza, es corrosivo. Tiene, como la lejia, un ardor frío. Y así, esperas esa llamada telefónica que nunca llegará y rabias. Esperas la palabra justa que el otro no pronuncia y te desesperas. Esperas un milagro final: que él o ella, se comporten de una manera distinta a como siempre son, o lo que es lo mismo, que sean otros. Pero él, o ella, suelen manifestar una mezquina y empecinada tendencia a seguir siendo como son y a no convertirse en el amado ideal que uno busca y desea. Y entonces uno se deprime, se fastidia, se acongoja y se abruma. Te duelen las yemas de los dedos del ansia de tocar, no ya el cuerpo esquivo de tu amado, sino más bien su alma: porque quieres atrapar ese espejismo de amor que se te escapa. Pero es como encerrar una voluta de humo en una jaula; cuando el desamor te ha hincado el diente, suele comerte entero. Eso también se aprende con los años.
Quise decirle aquel viernes a mi amiga tan joven y tan triste que, con el tiempo, el mundo vuelve a pintarse de colores y a recobrar su brillo. Pero no abrí la boca, porque pensé que me daría la razón como se la daría a un loco y que su corazón no me creería. Pude decirle también que hay un desamor más cruel y doloroso que el de que te dejen de querer: cuando sientes que el brillo de la pasión se va apagando, que la hoguera se convierte en una brasa. Amaste, lo sabes porque tu memoria te lo dice, pero tus sentimientos no lo recuerdan. Miras las viejas fotos de los primeros días de tu pasión y no te reconoces en esa sonrisa, en esa emoción de sentirse juntos, en esa intensidad de quererse. ¿De verdad te palpitaba el corazón, se te nublaba la vista, perdías el aliento cuando le veías o la veías? Donde ayer hubo un horno y el resplandor de un sol hoy hay una polvareda de cenizas. La mayoría de veces no es cuestión de culpas, sino de desencuentros; la otra deja de ser la esposa que siempre habías soñado, el otro ya no encarna a ser tu pareja ideal. O más bien es cosa tuya: eres tú quien ha dejado de poner en el otro la ilusión del amor. Los pequeños rencores, las pequeñas disputas, las soledades medianas y los grandes malentendidos: toda esa basurilla que te echa encima, en suma, la abrasadora convivencia puede agotar en ti el enamoramiento que antaño sentiste. Porque el amor, por mucho que mi amiga de diecinueve años crea ahora, en su despecho, lo contrario, es una planta delicada y muy débil, a la que hay que regar con mucho tiento para que no se seque. 
Duele el desamor, pues tanto si no te aman como si eres tú el que no ama. Pero cuando aprieta el desaliento y te arde la despellejada piel del alma de un desamor reciente, conviene pensar algunas consideraciones que también pude hacerle a mi amiga y no le hice. Primero, que uno no puede pasar toda la vida sin mancharse y sin herirse, y que todo lo importante tiene un precio; y así, el dolor del desamor ( y atreverse a afrontarlo ) es el precio de tu capacidad de amar y de esa intensidad gloriosa, vida pura, que la pasión te ofrece. Segundo, que en todas las rupturas se aprende algo. Y tercero, que el amor no está en el otro, sino en ti mismo; si una vez amaste, lo volverás a hacer. Y siendo más sabio.

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